LA CIGÜEÑA, LA PALOMA Y LA ABEJITA
Edgar Escobedo Quijano
Para Hansel Escobedo
La Cigüeña
–Apúrese porque ya va a nacer el bebé –. La puerta del quirófano se cerró tras la enfermera diminuta y anciana que, muy angustiada, salió a darme el aviso.
Supe que algo andaba mal desde el principio, pues se suponía que la doctora Lozano iba a salir a avisarme con anticipación, yo entraría tranquilamente, me colocaría junto a Jose y podría mirar tu nacimiento. Pero los minutos se habían convertido en horas para mí, que permanecía solitario, como siempre en la vida, al pie de la puerta del quirófano, como el más fiel de todos los perros, de todos los alfiles y guardias, de todos los busbys, esperando el momento en que te podría ver por primera vez.
Entré tras la enfermera que me condujo a un cuarto con lockers. Al pasar había visto la escena con mamá recostada, rodeada de doctores y enfermeras y ayudantes con su uniforme azul claro. Oía sus quejidos de dolor. Veía la angustia en los rostros de la doctora y enfermeros. Guardé presuroso y hechos bola mis pantalones en el lócker número 5, creo que salieron volando unas monedas de los bolsillos. Me puse la bata verde-azul y sobre los zapatos debía ponerme otros de una especie de papel, pero con los nervios los rompí. Era una mezcla de Chaplin, Cantinflas, el Gordo y el Flaco, todos los cómicos haciendo la escena más ridícula en la que volví a romper otro zapato, mientras la viejita me repetía “apúrese por favor”. Me dio otro zapato y por fin entré. Los doctores estaban preocupados, mamá apenas me sonrió: no era la feliz escena que habían descrito la doctora, los libros y revistas que leíamos al prepararnos para tu ansiada llegada. Cada martes, desde que supimos que estabas materialmente con nosotros, nos recostábamos felices abrazados y exclamábamos: “¡Eeehhh, hoy toca bebé!”, y así leíamos e imaginábamos cómo iba tu formación, tu corazón, tu cerebro, tu rostro.
Todos eran felices con sus bebés y niños… tú no llegabas. Te esperábamos mes a mes con ilusión, jamás con obsesión, pues éramos muy felices: acaso sabíamos desde entonces que llegarías. En las reuniones familiares todos hablaban de niños y nosotros éramos ignorados, vistos compasivamente. Pero nuestras vocaciones, nuestro viaje a Europa, nuestra felicidad, nuestros viajes nos eran más que suficientes. Algunas parejas de padres jóvenes nos veían con una especie de tristeza, de lástima. Pero éramos muy felices. Sin embargo, nos sentíamos como osos polares en el Amazonas en esas reuniones.
Una vez mamá entró al baño sola con la prueba y le dije: “espérame, quiero que la veamos juntos”, pero ya era tarde: la prueba salió negativa.
Uno o dos meses después, le dije: “vamos a hacerlo juntos”. Y tomados de las manos, apareció el color rosa, que anunciaba tu llegada. Entonces salí de órbita. Al día siguiente fuimos a los laboratorios de la calle de América a una cuadra de Tlalpan y pedimos los resultados urgentes. Por la tarde los recogimos muy ansiosos y se los llevamos impacientes a la doctora Gloria Lozano, quien nos dijo que no había embarazo. Pero nosotros habíamos pedido interpretación desde el laboratorio y la señorita nos había dicho de una forma misteriosa que sí había embarazo, pero que no nos podía decir nada más… la excelente pediatra y ginecobstetra Gloria Lozano nos dijo que faltaba equis cantidad de no sé qué, lo que nos entristeció como un rayo que caía sobre nosotros, y recordé cuando mi madre me platicó que algún doctor le afirmaba que no estaba embarazada de mí… “Nos dijeron que sí en el laboratorio”, murmuramos entristecidos. Por fortuna Lozano dijo “ah, sí, perdón, es que estaba viendo en otro renglón”. El alma me volvió al cuerpo cuando escuché sus palabras. Entonces, muy sonriente nos felicitó y nos preguntó cómo le habíamos hecho, sabiendo que se nos había dificultado tu concepción. Le respondí que con mucho amor, pues así fuiste engendrado, mi nene, con mucho amor. Fue en el hotel que fue la casa de un escritor inglés radicado en Cuernavaca, Malcom Lowry, cuyo nombre (del hotel) es el de su brumosa y excelente novela: Bajo el volcán. Nos habían dado habitaciones que daban a la calle por donde se llega, pero no nos gustaron, y nos dijeron que sólo tenían las del fondo, por el río, y fuimos, eran amplias y confortables. Ideales para una concepción, sin imaginarlo nosotros. A nuestro regreso empezaríamos un tratamiento para embarazarnos. Por lo pronto disfrutaríamos este fin de semana que tanto nos hacía falta. La alegría que sentimos al día siguiente en el museo Brady es inolvidable. No lo sabíamos, pero ya estabas con nosotros. Yo trabajaba entonces desde fines de 1999 en las calles de Tokio y Presidentes, solo y relajado en un piso completo, lugar que me sirvió de refugio al perder a Miña, mi grandiosa abuela Hermina. Ahí escribí durante tres años La Eurodisea del Jaguar Rojo. Puse punto final (claro, vendrían más correcciones) a este libro de viajes en agosto del 2002 (que llegó a Le Monde en 2005 y fue recomendado por este diario francés en el 2006) y un mes después, en septiembre del 2002, nos enteramos de tu presencia.
Recuerdo que nos dijo la doctora Lozano, después del ultrasonido en el Mocel con el doctor Ángeles, que medías tres centímetros y medio. Ya habíamos visto dichas medidas y tu foto azulada: “¡Qué hermoso bebé!”, exclamó la doctora Lozano. Realmente eras hermoso desde entonces.
En una parada del contrasentido esperando el trolebús en la colonia Obrera, después de checar las reediciones de Cuentos Prohibidos (La Antología), Ponle mi foto al muñeco y La Mexiquíada, vi a un padre con su niña de tres años… y, fingiendo muchos bostezos para que nadie notara nada, lloré, lloré inconteniblemente. Lloré de vida. De una vida que desde entonces, en el vientre de mamá Jose, estaba para siempre junto a nosotros.
A veces me invadían los temores de perderte. No me interesaba que nacieras con algún problema. Todo mundo decía: “Mientras nazca sanito”. Pero yo les respondía: “Aunque no nazca sano, yo lo amaré con mi vida”.
Una tía terrible nos llegó a obsequiar chocolates o dulces rosas expresando su deseo de que fueras niña y te unieras desde entonces al matriarcado del subdesarrollo de mi familia materna. Más que obsequio nos pareció un insulto, pues te amábamos como niño o niña, lo que fueras a ser, lo que serías.
Cada semana éramos felices con el “hoy toca bebé”. Cada quince días, cada mes, visitábamos a la doctora. Los ultrasonidos eran una aventura para mamá, pues debía tomar dos litros de agua y aguantarse la pipí dos horas, en el tráfico y ajetreo automovilístico hacia el Mocel. Hubiera querido ser yo el que sufriera.
Te cantábamos, te hablaba en la panza de mamá, te poníamos música (de la nuestra, de la romántica–clásica) con los audífonos del walkman, con la voz del “Bs bs Bs”, hoy “Bu bu bu”, nombre onomatopéyico del sonido de las abejas, por ser esta abeja de peluche nuestro hijo antes de ti.
El año 2003 lo recibimos en casa de tus abuelitos. Jose me decía “creo que se mueve”. Yo le decía no me digas “creo”, ¿se mueve o no? Y la mañana del 1 de enero del 2003, puse mi mano y mi oído en la panza de mami. Y te sentí. Te moviste. Pocas veces he reído y llorado tanto al mismo tiempo. ¡Se movió, se movió, se movió!, le decía enajenado a Jose. Desde entonces te decíamos “muévete bebé, muévete”, y tú nos respondías con movimientos que provocaban nuestros alegres escándalos, y éstos más movimiento tuyo.
La doctora nos hablaba de la preclampsia y otras enfermedades ajenas a nosotros por fortuna, y otros riesgos mortales que íbamos superando. Pero los presentimientos de algo desagradable seguían ahí. Hasta que una noche te soñé grande, rebosante, sonrosado y hermoso, sano, de unos seis u ocho meses de edad, y todo mundo en el sueño alababa tu grandeza y tu belleza y tu salud. Supe que era un sueño premonitorio… pero la vida es la mejor escultora del carácter del hombre, pues aunque estaba muy firme y ya sin temores, una tarde-noche, a los seis meses de tu gestación, el Bs bs bs te decía: “Ya sal, bebé, para que juguemos”. Mamá sintió los dolores del parto, sólo similares a cuando le dio apendicitis, según dijo. Habíamos leído que era un signo casi seguro del nacimiento prematuro con enormes riesgos de muerte. Entonces supe que las estrellas se apagaban y que el cielo se caía para mí. Hablamos a tus abuelitos, que pese a la emergencia, por ahorrar (siempre ahorrativos) se vinieron desde Iztapalapa en trolebús en lugar de tomar un taxi. Fuimos de urgencia en taxi (mamá murmuraba llorando y tocándose y sobándose su pancita: “Mi bebé, mi bebé”) a la clínica de Gabriel Mancera, donde todo mundo se alarmó (era de noche, los instantes de dar los datos fueron agónicos), y nos mandaron al hospital de San Jerónimo. En este taxi y el anterior, y mientras nos habían atendido en la clínica, contrario a mamá, a mí no me salió una lágrima: Sentía que era una piedra a la que Dios y la Muerte daban certeras cinceladas.
Llegamos al hospital y con la “sutileza” de los empleados del Seguro Social, me dijeron que me despidiera porque quién sabe en cuántos días vería a mi esposa. Jose me dejó todas sus pertenencias, como lo hacían las demás muchachas con sus padres o parejas que tenían los mismos síntomas de un parto prematuro, al que pocos bebés sobreviven.
Jose entró y al irse y cerrarse la puerta, caminé a recargarme en una pared. Deposité mi espalda en ella. En un torbellino de terror, miraba las demás escenas que eran similares a la nuestra: Mujeres llorando con la mayor amargura, la de perder a un hijo; tocando suavemente su estómago, su vientre, todas de urgencias de parto prematuro. Éramos los olvidados de Dios.
Pese a las reconciliaciones con el Creador, yo ya estaba acostumbrado a serlo: a ser un olvidado suyo. Pero me dolía que el destino le vertiera alcohol a mi alma y sus cicatrices. No contigo. No con ella. Sin pensarlo ni dudarlo ni un instante ya había dado mi vida por ella en el mar de la isla de Ixtapa (no sé cómo pude salvarme yo), como lo hizo papá Hemingway al dar la vida por su hijo al que iba atacar un tiburón y nuestro Ernest se lanzó al mar sin pensarlo… entonces, en el aire, en las paredes, emergió ese rostro al que le dije: “No sé si existas, pero si existes, te doy mi vida por la de ellos; por la de él”. Me sentí el hombre más solo del mundo. A pesar de ser artista, escritor, acostumbrado a la soledad, nunca me había sentido tan, tan solo. Entonces vi el hueco de los padres biológicos que nunca tuve espiritualmente, llenado gloriosamente con la abuela Herminia, Miña, toda la infancia. Pensé en el dolor de la tía Lilia al perder a ese peque que todos esperábamos cantado una canción de moda en aquel entonces llamada Qué Alegre va María, de una mujer embarazada. Todos lo habíamos perdido. Y ahora tú te alejabas… en esos momentos se abrió la puerta y salió mamá aún sobando su pancita, ya más calmada: “No te preocupes, Conejito, ya está todo bien. Ya nos podemos ir a la casa”. Hicimos unas llamadas para avisar a los familiares de Jose y a los Valenzuela, y regresamos a casa.
El día se acercaba y seleccionamos el día 12 de mayo para tu nacimiento. Sería cesárea debido a tu gran tamaño; ya sabíamos que serías niño desde el segundo ultrasonido. Te habíamos comprado la cuna, tina para bañarte, un corralito, bambineto, te había grabado un caset del lado A con música de embarazo (Luces tan linda esperando un bebé de Roberto Carlos, Vas a tener a mi hijo de Paul Anka, etc., y del lado B música para arrullarte, desde clásica, Duerme amiguito a la ro ro de Topo Gigio y Buenas noches en ensayo de los Beatles), mucha ropa… mamá había tapado la cuna con una tela café para que no se empolvara, pero después del gran susto, le dije que la destapara, pues parecía ataúd.
Y se veía hermosa la cuna esperándote.
Planeamos el parto para el 12 de mayo porque se cumplía el tercer aniversario de nuestra partida a Europa. Para el 10 de mayo en casa habíamos planeado celebrar el día de las madres (ya había nacido tu primo –ahijado nuestro posteriormente– el 26 de abril). Todos estaban ya. Faltabas sólo tú. Por la mañana del 10 de mayo de 2003 subí a la azotea para ver si había agua en el tinaco, aún no teníamos la pileta y bomba, y cuando bajé para darle las buenas noticias a mamá, ella me dijo “yo no te tengo buenas noticias, se rompió la fuente”. Sentí que me desmoronaba en pedazos como Pedro Páramo. Ya teníamos lista la maleta del hospital para cualquier emergencia… emergencia como ésta. Hablamos telefónicamente con la doctora Lozano y muy serena, como siempre, le dijo a mamá que se recostara dos horas. Contagiado de su serenidad, me bañé como todas las mañanas, me puse la playera azul con dos delfines, que éramos tú y yo. Al llamarle nuevamente nos fuimos a su consultorio donde nos citó, y nos mandó al hospital San Agustín, donde sería la cesárea el 12, misma que se había adelantado para hoy. Ella telefónicamente ya había mandado preparar todo. Mamá cuenta que fuiste muy lindo, pues hasta el consultorio fue cuando se derramó por completo el líquido. La doctora Lozano, tan cercana a la divinidad, nos tranquilizó y nos dijo que a más tardar en dos horas ella llegaría al hospital (en Ermita Iztapalapa esquina Churubusco), que ya había dado indicaciones para nuestro recibimiento, que yo entraría a ver el parto como lo habíamos acordado.
Avisamos a los familiares cercanos de Jose y nos fuimos al Hospital, tan sólo pasamos en la oveja (el Vochito blanco) a casa por la maleta. Llegamos al hospital y nos recibieron muy amables. Habíamos hecho una visita previa y desde una habitación del tercer o cuarto piso se veía el Hotel Cibeles (hoy Holliday Inn Tlalpan) a cuya espalda vivíamos, lo que nos hacía sentir cerca de casa. Pero nos tocó una habitación del primer piso, creo que la 105, la del fondo a la izquierda.
El quirófano estaba junto a las ventanas desde donde se veían los recién nacidos cuando abrían las ventanas a manera de cortinas. En aquella visita había una bebé prematura y la mamá le hablaba con tanto amor… ahora también había una bebita, pero de nacimiento normal, que había nacido el día anterior. Hoy era 10 de mayo, día de las madres. Llegaron tus abuelitos y me hacían mil comentarios de cosas (como ahorrar papel de baño o pañuelos desechables en el hospital) que en esos momentos a mí me resultaban intrascendentes y hasta impertinentes, debido a mi nerviosismo. Me fui a plantar en la puerta del quirófano en cuanto metieron a mamá. Una hora y media después llegó la doctora muy sonriente, hermosa a sus 45 ó 50 años, y me dijo que esperara ahí para que me llamaran. Los minutos pasaban, las estaciones, los años, y yo me mantenía como un auténtico busby cuidando a la realeza.
Esporádicamente la puerta se abría y yo preguntaba por mamá, pero me respondían “ahorita que la doctora lo llame”.
La puerta del quirófano se abrió, y apareció la cabeza de una enfermera de edad, que me dijo “apúrese porque ya va a nacer el bebé”.
Ya con mi ropa de quirófano sobrepuesta con malabares, nervioso por los quejidos de mamá, a la cual le dosificaban más anestesia en el suero, al ver a la doctora sabía que algo andaba mal. Los rostros de los presentes, con sudor y cubrebocas, denotaban nerviosismo. El anestesista se encontraba a la cabeza de mamá, la doctora Lozano y una enfermera de edad entre sus piernas, una señorita que se parecía a tu tía Edith (ya fallecida) te esperaba para recibirte. No recuerdo si había alguien más. En el radio sonaba la hora de El club de los Beatles, con Mother de Lennon, era el día de las madres, escuchaba la voz de mi amigo Enrique Rojas, que alabaría en el futuro un libro mío llamado Santa Muerte, el Libro Total. La Muerte me dejó en brazos de mi madre, quien falleció cuando yo nací. Dieron el pésame a la tía Ofelia y a la familia, yo estaba vivo, pero después de unos minutos mamá volvió acá. Nos contó (por primera vez lo hacía una persona) lo del túnel oscuro, la luz intensa que supuestamente se ve al morir, y todo eso que en la década siguiente a la que nací (los setentas) se trataría en un libro llamado Vida después de la muerte o algo así. La muerte y la vida son un solo ciclo. La doctora Lozano me indicaba, lo mismo que el anestesista desde enfrente, que me pusiera de frente para ver tu llegada. “¿No trajo su cámara? Hubiera traído su cámara para que lo filmara o lo retratara”, me dijo insensiblemente la señora que me había conducido desde la puerta del quirófano. “No”, le contesté. Cómo explicarle que sí la llevaba, pero que preferí no hacerlo. Hay momentos tan íntimos que sólo son reservados para los dioses.
Ver algunas capas de carne blanca (¿la grasa?) de Jose alteraba aún más mis nervios. Di un paso y me coloqué de frente, junto a la señorita. Comenzó a sonar Hey Jude. “Hágase para acá para que lo vea bien”, me dijo la doctora Lozano. Ya voy a cortar, me advirtió, como si yo supiera de lo que hablaba. Cortó con bisturí una capa muy fina, casi de agua, donde se veía tu cabeza. Le dio el bisturí a alguien y se puso de acuerdo con la mirada y un “va” con la señora de junto, “¿lista?”, le dijo y contaron: “una, dos… tres”. A las tres jalaron ambas como si jalaran un mueble muy pesado con sus cuatro manos, y saliste de mamá girando como la espiral cuando Dios creó al infinito. Giraste como el primer trompo cósmico y Lozano te entregó con tu llanto fuertísimo a la señorita. Cuando te vi salir, y oí tu primer llanto, no me di cuenta que me convertí en escultura. No comprendí que mi ser vacío (al que yo creía lleno de vivencias) había sido toda mi vida un molde, tan sólo un molde que sería llenado con tu nacimiento. Algo (todo) de mí se quedó clavado en ese instante, inmóvil para siempre. La doctora no te practicó con toda calma el primer examen de los muchos que te esperan en esta dimensión, el de agarp. Tu llanto se mezclaba con el coro final de la canción de los Beatles, donde entran en escena todos cantando el final de Hey Jude, entre ellos tu llanto, mientras todos decían “qué bebé tan grande y tan hermoso”. Eran las 14:06 (las doctoras anotaron 2:05 hrs.) del 10 de mayo del 2003.
Tratabas de abrir los ojos; los abrías un poco y los cerrabas. Te secaban con una toalla y te limpiaban con otra esa especie de mezcla de agua y arena de mar.
Después de limpiarte en una mesa metálica, me dieron (creo que la enfermera de edad) unas tijeras especiales para cortarte el ombligo. “¡Cómo no trajo su cámara!”, exclamó nuevamente la enfermera, mientras ella y la señorita te detenían (para la enfermera habría sido ideal filmar cómo le quitan el meconio a un recién nacido). Tomé las tijeras con ambas manos. Coloqué tu cordón umbilical entre ellas. Mentalmente te desee la Independencia y la Libertad, que después de la vida, son los valores sociales mayores que poseen los humanos. Y con las manos muy temblorosas (“hágalo con cuidado, está usted muy nervioso”), como si sufriera el mayor de los males de parkinson, con mucho esfuerzo, corté tu cordón umbilical, grueso y muy resistente.
Me pegué como estampa a la señorita que te llevaba en brazos, después de darte un limpia total del meconio, pues se había roto la fuente. Llorabas muy fuerte. Yo era un paralítico mental y físico. Sólo pensaba en seguirte adonde fueras hasta que te pusieran el papel o pulserita (acabó siendo una cinta adhesiva en el pecho con tus datos, que aún guardo, lo mismo que un pedacito de tu ombligo), pues he sabido de niños que cambian accidentalmente en las cuneras. Y yo estaría siempre contigo.
Te acercaron a mamá que no dejaba de quejarse y a la que seguían poniéndole más anestesia en el suero. Dejaste de llorar cuando mamá te dijo llorando: “Te amo, bebé, te amo”. La escuchaste. Y reconociste su voz; te tranquilizaste. Tratabas de abrir los ojos pero no podías. Y entonces te llevaron a otra sala, la de los cuneros. Ahí la señorita te movía muy experta como un muñeco, te inyectaba, te metía sondas, te volvía a inyectar. Llorabas. “¿Qué le hace, señorita?”, le preguntaba yo, “¿está todo bien?” “Le pongo vitaminas. Es usted papá primerizo, ¿verdad?” “¿Ya le sacó el meconio, señorita?” “Ya , no se preocupe. Háblele para se consuele”. Entonces me encuclillé ante ti, estabas recostado bocabajo. Nuestros rostros quedaron frente a frente. Y te dirigí, con la voz cristalizada pero sin llanto, mis primeras palabras: “¿Ya ves, bebé?, te dije que todo iba a salir bien. Aquí estoy junto a ti, como te lo prometí”. Y dejaste de llorar. Algo más asombroso: abriste tus ojos completamente por primera vez… y… me viste. Nos vimos. Nuestras miradas se encontraron por primera vez.
Ambos suspiramos tranquilos.
Estabas bien, y yo había cumplido mi misión. Me había mentalizado para tener un parto feliz. Pero mamá… “¿Estará todo bien allá adentro, señorita?” Ella dudó… “No sé, me respondió, mejor ahorita que salga la doctora que le explique”. Confirmó mis sospechas: mamá estaba mal. La tristeza que sentí fue enorme y extraña al mezclarse con la felicidad de verte bien: un arco iris.
“Sígale hablando al bebé para que esté tranquilo. Nunca había visto un bebé tan grande”, me dijo la señorita. Mediste 51 cm y pesaste 3 kilos 670 gramos.
Después de un rato claroscuro, llegó la doctora Lozano y dijo: “Qué grande y qué hermoso bebé, se parece a su papá”. Sonreí tristemente y, como un boxeador campeón balanceado en las cuerdas a punto de ser noqueado se resiste, pregunté de inmediato: “¿Pasó algo malo, doctora?”. “¿No se dio cuenta?” Contestó con una pregunta, con su voz hermosa. “Nnnno”, murmuré. “Traía el cordón enredado. Le tuvimos que dar vueltas muy rápido para desenredarlo” (claro, por eso yo interpreté que eras el trompo, la espiral de la Creación). “Y… ¿ella está bien?” “Sííí”, afirmó como siempre muy segura de sí misma la doctora Lozano: ella le salvó la vida apenas hace unas semanas a su nietecito que había nacido prematuramente y con tres soplos cardiacos. “Si quiere ahorita vamos a verla”. Y yo en mi misión le pregunté: “No le practicó el primer examen, ¿verdad? El de agarp”. “Claro, eso venía a decirle”, y me enseñó una hoja (que era para el hospital). “Mire, su hermoso bebé sacó 10, 10, 10; es decir, excelente en todo. Me miraba muy atenta al rostro, que de la preocupación pasaba al orgullo por ti. “¿No oyó los gritazos que daba?” Era verdad: gritabas más que los Beatles. Y caminamos a ver al hermoso bebé, a verte, Hansel. Llorabas mientras platicábamos, y te relajabas al oírnos, y me buscabas con la vista y nuestras miradas se encontraban… No metí cámara y mucho menos videocámara porque hay momentos exclusivos para la intimidad: para los dioses… y que no cualquier mortal debe ver: En tu generación, mi nene, mi chiquito, te encontrarás con muchos jóvenes que tendrán filmado su nacimiento. No censuro ni critico el filmar algo tan prodigioso. Simplemente para mí fue un momento que ahora te entrego de este otro modo, más antiguo, más eterno (lo filmado ahora no será fácil de ver en los aparatos del futuro: los libros y escritos pueden leerse en cualquier momento), siempre vigente. Me tardé en empezarlo porque como te dije, me quedé convertido mucho tiempo en piedra, en estatua, en escultura desde que naciste. También te entrego de corazón y muy orgulloso la dedicatoria de La Eurodisea del Jaguar Rojo, con el orgullo de mis logros mayores: tú y los halagos que le hicieron a mi libro de viajes y a mí en el mejor periódico del mundo: Le Monde, de París.
Fui a ver a mamá y a platicarle cómo estabas. Ella se quejaba aún, pero ya a menor intensidad. Volví a despedirme de ti, pues estarías en una incubadora una hora o dos, y si reaccionabas bien, te pasarían de inmediato a las cunetas o cuneras.
Me fui con tus abuelitos a la habitación 105, mientras traían a mamá, que llegó al poco rato en camilla conducida entre otras personas por una enfermera que vivía cerca de la casa de tus abuelitos y saludó muy efusivamente a tu abuelita y nos felicitó a todos (al día siguiente te harían el tamis, picándote el taloncito). Y todo el personal del hospital comentaba “Qué bebé tan grande y tan hermoso”.
Y por la noche Jose (tu mami) y yo recibimos uno de los mayores regalos de toda nuestra vida: sorpresivamente te trajeron junto a nosotros. Ella fue quien te tuvo entre sus brazos, pues mis nervios me impidieron cargarte, ya que yo temblaba como marioneta de hilos descompuestos. Y al verte a ti y mamá juntos mirándose entre lágrimas y sonrisas, sentí que yo ya era digno de limpiarle las sandalias al Mesías.
La señorita nos había dicho que estarías sólo cinco minutos con nosotros, pero te dejó veinte, y nos dijo que habías reaccionado perfectamente a las nuevas temperaturas fuera del útero de mamá y de la incubadora: ya estabas en una cuneta o cunera. Mañana te traerían gran parte del día con nosotros. A tu mami entonces le cayó el peso de la enorme responsabilidad de cuidarte. A mí en cambio me cayó el más sereno de los cansancios. Estaba contento al saber que la casa estaba tan cerca… Dormí profundamente en el sillón, como no lo hacía desde Venecia, y soñé que de una góndola bajaba el Mesías que eras tú, y al cual con una tela yo limpiaba y secaba los pies.
La Paloma
Contrario a lo que les pasa a la mayoría de padres y madres, mis valores y sobre todo mis convicciones no cambiaron: se reafirmaron.
“¿Qué ha estado haciendo John Lennon estos cinco años?” “Haciendo pan y cuidando al bebé”, respondió. Y al ver la sonrisa del periodista, le dijo: “No te rías, es verdad, ponte a hacer pan y a cuidar a un bebé y verás que no te queda tiempo para nada más”.
Hansel: Ha sido un placer (a ratos muy sufrido) el entregarte mi vida en tus primeros años. Hacías popó como la arena de Cancún. La primera vez que te bañamos fue la mayor aventura acuática, que ningún marino o pirata ha tenido, llena de gritos de felicidad y nerviosismo, llantos tuyos, temperatura del agua, mamá y yo intercambiábamos lugares como contorsionistas auténticos, cual saltimbanquis para que no te nos resbalaras al sostener tu cuello.
En tu Bautizo, vi (créeme, lo vi) cómo bajaba el Espíritu Santo en la iglesia de Cristo Rey. No soy católico ni tengo religión, pero he visto cosas. “Cosas”. Lo vi bajar en forma de materia y luz, y cuando entró en tu frente te dormiste inmediatamente. Dicen que eso pasa frecuentemente en los bautizos. Eres hijo de la luz. Aunque tu madrina Judith no podía prender el cirio y todos nos pusimos nerviosos.
Desde pequeño quise que estuvieras en contacto con más niños, pero no era mi idea que entraras a la guardería. Sin embargo a mamá le ofrecieron un trabajo en esa guardería de tres meses que se ha extendido ya más de un año (cuando reviso estas líneas para la red ya son casi 7 años), y es tan capaz que hasta le han dado la dirección administrativa. El primer día que te dejamos en brazos de una extraña comencé a morir. Pero hemos sido felices dentro y fuera de esa guardería de hermoso nombre prehispánico (Yollihue: el inicio de la vida) mezclado con el creador del Pragmatismo, el hermano de Henry: William James. Los directores académicos (hoy directriz) no conocen los fundamentos del Pragmatismo y has tenido percances como los frijoles que te metiste en la nariz. Esa escuela me ha provocado gastritis, colitis, etc., pero también muchas otras vivencias felices lo mismo que a ti, como cuando saliste balanceándote con una campanita en la mano junto a tus compañeritos y cantabas “Campanita de la aldea” en diciembre del 2004, festivales del día de las madres (que coincide con tu cumpleaños, ni modo), del padre, Hallowen, donde disfrazado de vampiro eras el que mejor bailaba (siempre eres el más destacado, de verdad, no creas que porque escribo este texto, no soy juez y parte, en serio, todos los demás padres nos lo dicen). Tu inteligencia ha estado siempre por encima de tus compañeros de grupo; sin embargo, eso no ha sido sólo una ventaja. No te preocupes, a mí me pasa en México: no encuentro fácilmente alguien con quien conversar de bellas artes o al menos tener una plática interesante.
A tu corta edad –cuando escribo estas líneas tienes dos años 7 meses– amas los libros tanto o más que yo, y los has hecho desde bebé. Esa gran virtud parece un gran defecto en un país como México, pero en fin.
Te compartiré una vivencia que a pocos les he contado: En la Asamblea de Representantes del Distrito Federal fui invitado por mi amigo Raúl Rodríguez Cetina a presentar un libro de una diputada (hoy es la Directora del Deporte en el D.F, Dione Anguiano Flores, quien cuando era diputada había convocado grandes personalidades, hasta a la premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú) y el otro presentador era Rafael Loret de Mola, famoso por ser hijo del Político Carlos Loret de Mola, y padre del también llamado Carlos Loret de Mola, un destacado y al parecer muy honesto joven conductor de noticieros de Televisa, lo cual es doble mérito (aunque dicen los que ven los anti-noticieros televisivos que se vendió a la Derecha en el fraude del 2006 al burlarse del Peje, pero eso lo veremos en la segunda danza: Revolución e Identidad –Por cuestiones de espacio este texto no pudo publicarse en la Danza 1 en el libro Ballet de Transparencias). Entre los invitados estaba gente muy importante de la suprema Corte de Justicia de la Nación (no la reconocí, aunque se me hizo conocida, pero en primera fila ante nosotros estaba mi maestra de la Facultad de Derecho Olga Sánchez Cordero, a quien yo había piropeado cuando era un joven coqueto de 18 años y a ella le había quitado el mal humor de ese día dicho piropo. Ayudó a mi amiga Lydia Cacho. No te preocupes, Hansel, por supuesto pronto dejé el Derecho, pero esa es otra historia). En la antesala de la presentación, todos: Loret de Mola, Dione, Raúl Rodríguez Cetina estaban muy seguros de sí mismos, sintiéndose muy importantes (lo eran) en la antesala de la presentación, y yo me sentía muy solitario y ajeno a su grupo.
Cuando nos sentamos ante la sala abarrotada de personajes ilustres, y de admiradores de Dione, el nerviosismo (¿los nervios? Úsalos y transfórmalos en energía) se transformó y supe que esa gente era mía, y el momento también. Te explico: Conforme leía mi texto, que lleva como título intencionalmente el de la canción Acuario y Deja que el sol entre, sentí (vi, noté) que la gente levitaba. Los sentados y los de pie, que eran más que los sentados, y hasta los del pasillo de afuera que no veía, todos, yo lo sabía, se elevaban… y yo con ellos. Miré sus rostros, y reflejaban el efecto de mis palabras. Al finalizar mi lectura, los aplausos fueron interminables. Después de mi intervención continuó con muchas dificultades Loret de Mola, pero con su simpatía y su amenidad fue “regresando” al público, ayudándolo a meterse nuevamente en sus cuerpos y tomar sus asientos, de los cuales no se habían despegado, pero sí sus almas y sus pensamientos. Lo logré, Hansel, lo logré. Al finalizar, me dio pena que pocos se acercaran con Dioné y que todos me rodearan, entre ellos Loret de Mola, quien me miraba como si viera a un extraterrestre, al Papa, o a un ser extrañísimo. De entre la multitud que me rodeaba y asfixiaba, una señora muy humilde se abrió paso entre todos y tomó mi mano derecha fuertemente con sus dos manos, y sin soltarme comenzó a llorar y a agradecer las palabras de mi texto Acuario y Deja que el sol entre, derramando palabras de gratitud “por no dejarlos solos”, sí Hansel, a ellos, a los pobres, a los de abajo, a los olvidados de los ricos y lo políticos, de los que abusan del poder, como podrás leerlo en ese texto. Y me decía, mientras se hizo un silencio general de todos los presentes al ver la escena: “Cuídese mucho, no lo vayan a matar, gracias que nos ayuda a todos nosotros para que no nos olviden”. Siguió llorando sin soltarme y su murmullo se escuchó hasta el cielo: “Usted es el Mesías… usted es Él, ¿verdad?”, y en su rostro se iluminó una sonrisa de esperanza, como si en verdad lo hubiese visto. Y aunque debía usar sus manos para limpiarse las lágrimas, éstas escurrían por su rostro ajado cayendo hasta su ropa, hasta nuestras manos entrelazadas, y hasta el piso. Nuestras miradas no se despegaban y le respondí, moviendo muy lentamente la cabeza a uno y otro lado, muy firme y muy seguro, con una leve sonrisa que sentía de plenitud en mi rostro: “No… Sólo soy un mensajero de la luz. Pero usted sí es Dios… y hoy lo ha visto”. Se iba a hincar a besarme la mano pero lo impedí sosteniéndola firmemente, y algunos de sus familiares la tomaron y llorando me estiraban sus manos y me tocaban, aferrados en su fe, volvía el escándalo, mientras la muchedumbre aprovechó el momento para hacerme mil preguntas y felicitaciones, empujarme y jalarme para que les dedicara o firmara el libro de Dione. Una joven hermosa que era edecán, a la que apenas oía, estiraba su brazo sobre las cabezas que me rodeaban y me pedía a gritos el texto de Acuario y Deja que el sol entre, que finalmente me arrebató para fotocopiarlo (mientras yo trataba de explicarle inútilmente a la gente que era Dione la que debía dedicarles el libro y no yo) y por fortuna (pues no tenía copia) en algún momento de la vorágine me lo regresó. Loret de Mola, quien debía viajar a Monterrey para una conferencia y una entrevista en radio me gritó desde lejos entre la muchedumbre, extendiéndome la mano que apenas toqué para despedirme: “¡Yo soy como tú, a mí me pasó lo mismo con mi padre, somos iguales, quiero una copia del texto, quiero platicar contig…!” y la muchedumbre lo alejó.
No te comprometo ni pretendo decirte que tú eres el Mesías, Hansel. Sólo pretendo decirte, como el título de esa obra maestra de la cinematografía, que La vida es bella. Te pido una disculpa por no filmar tu nacimiento y entregarte solamente este texto.
La Abejita
Todos los días jugamos al parque, al súper, a tu boca de pollito, a las caras crecidas, te regalé tu cigüeña “que te trajo” (un peluche que supuestamente te había traído a México), a los pisientos, a la gasolinería, al restaurante, al hotel de playa, el mar y las albercas, a no pisar las rayas, y reproducimos escenas de nuestra vida en la cual el conductor eres tú, y mamá y yo tus seguidores. Tu voz es como imaginé y describí en la Mexiquíada: la de los Muñecos de madera del Mayab, “con sonido de arpa que tanto agrada a los dioses”. Eras un bebé que apenas se enderezaba cuando mamá exclamó: “Ay, quién me despertó”, y tú inmediatamente señalaste la parte superior del juguetero, donde estaba el muñeco del que cada noche yo hacía la voz, muñeco que dormía en su cama y decía: “¡¿Quién me despertó, quién me despertó?!”, y reconociste esas mismas palabras que exclamó mamá. Nombrarte tus prodigios sería infinito (me has enseñado a cerrar los ojos y abrirlos de verdad, como sólo se hace en la infancia menor a los 4 años, con la inocencia, para descubrir la vida misma). Pero debo decirte que en cada plática que vamos al colegio Yollihue, cuando nos hablan del curso al que vas a ingresar, tú ya superaste todo lo que realizan los niños mayores que serán tus compañeritos. Curso tras curso es lo mismo: eres la vanguardia.
Una ocasión sufrimos lo indecible, hasta el grado de casi perderte, como cuando te metiste los frijoles en la nariz. Hasta que gracias a Dios mamá tomó la dirección y ha llevado a ese colegio William James Yollihue a alturas grandiosas en el cuidado y formación de bebés y niños.
Pero para que salieras más temprano de clases te cambiamos a un kíder más cerca de la casa, y el cambio del Yollihue a La Abejita te ha hecho un niño feliz, y a mí el más dichoso de los padres. Se dio cuando me dijiste desde afuera el kínder al que fue mamá de niña, al ver por la ventana un saloncito redondo: “¿Y aquí comían?” Cómo verte a la cara, cómo responderte que éramos niños felices que comíamos donde los niños deben comer: en casa de sus (nuestros) padres (no juzgo a los padres de ahora, también somos víctimas del sistema y las mujeres deben trabajar para, con el ingreso de ambos, sacar económicamente un hogar adelante). Entonces me propuse como la más firme de mis metas sacarte de esa escuela Yollihue (por fortuna mamá ya la está arreglando, además la miss Ahydeé fue un hada madrina, junto con Yesi) y del inicio de la vida, la excelsa Yollihue, volaste en las alas de la abejita. La Abejita, donde también obtuviste muchísimos logros gracias a la excelencia académica de su muy valioso personal. Fue como llegar a la tierra prometida (el salir temprano para ti), lo que siempre soñé, además está muy cerca de casa. Ahí voy por ti y puedes salir temprano. Soy el Moisés que pudo hacerte ingresar a la tierra prometida de una escuela de la que yo he aprendido tanto como tú (me has enseñado, entre mil cosas más, a ser más feliz al jugar con cajas de los juguetes que con los juguetes mismos). Y no te sientas presionado: sé como tú quieras ser en la vida, tan sólo te refiero tus primeros meses, ya años, de vida. ¡Qué felicidad organizar tu cuarto cumpleaños!
Tu disponibilidad para aprender y crecer, tus risas, tus carcajadas, tus enfados y necedades, tu individualismo, tu valioso amor a la soledad (es hermosa, y sin embargo mucha gente le teme), tus amigos del Yollihue, la Abejita, ahora la primaria Vilaseca Esparza donde también has obtenido diplomas de excelencia, me han hecho conocer una nueva vida, no mejor ni peor a la de antes de conocerte, sino también muy rica. No hay mayor dolor que ver a un hijo sufrir (hasta por una simple fiebre: aprendí a ser padre muy rápido, cuando llorabas los 8 meses de edad y me mirabas pidiéndome piedad sin poder entender cómo, si yo te adoraba, te daba a beber a fuerzas en la mamila un té que te sabía espantoso con un cuartito de pastilla diluida para que se te bajara la fiebre), y la alegría al verte sanar es un digno premio. Toma tu lechita, mi amor, que papá está junto a ti. Recuéstate, descansa. La vida es larga y a veces escabrosa, pero bella. Siente mi mano que recorre tu frente, tus mejillas, tu cabello.
Compañero de comida, compañero de vida: La mayor tragedia la cura el tiempo y el entusiasmo que pongas en curarla. No te olvides de mirar las estrellas, el sentido del humor, los amaneceres y atardeceres de vez en cuando. Acércate siempre al mar, a la mar. A conversar con él, con ella, a escucharlo(a). Con precaución y con pasión, como a la mujer.
A tus 4 años tus travesuras, tus cantos, tu ternura, tus manitas recorriendo el rostro, tomando mis dedos, o dándome unas fuertes palmadas en el pecho que yo te acerco para carcajearte enseguida, las carreras con la toalla después de lavarnos las manos, las idas a los parques, nuestras largas y divertidas caminatas…
Hoy a tus 7 años ya compartimos más cosas: tus diplomas del Vilaseca, tus tareas de arte y ciencias, las cartas de tus noviecitas en la primaria, tu club salva-mascotas y de cocina, las vistas al Museo de Antropología, al del templo Mayor Azteca, nuestros viajes a Veracruz, a Chiapas, a Acapulco, la ida al colosal Estadio Azteca a despedir a la selección para el Mundial 2010, nuestro primer triunfo sobre Francia (tú y yo metimos los goles: yo el viejo Cuau, tú el nuevo Chicharito: ¡Ah, cómo gritamos enloquecidos tomados de las manos y nos abrazamos!), nuestra primera ida al Ángel a celebrarlo ya con la copa de campeones en nuestras manos; nuestra formidable Toy Story 3, nuestro nido con todos nuestros peluches, entre ellos el consentido Bu bu bu, que desde que naciste juega feliz contigo, con nosotros… Mi nene precioso. Mi ternurín. Eres mi mejor amigo. Tú me has dado la vida a mí.
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